jueves, 21 de enero de 2016

TE QUISE A TU HORA










Magnifico poema que parece inspirado en una historia real, tierno y triste a la vez. Todos conocemos una tía Chofi,  una de esas mujeres  sencillas que entregaron su vida a satisfacer la de los otros -fácilmente- como resultado de su propia soledad. Mujeres que  no tuvieron descendencia o que teniéndola vivieron el final de sus vidas demasiado solas o  mal acompañadas,  personas que sin duda merecen ser laureadas y recordadas con el cariño y la nostalgia de los próximos. Así es como nos lo trasmite este poeta mexicano al que acabo de conocer Jaime Sabines , y que me parece extraordinario.





TIA CHOFI


Amanecí triste el día de tu muerte, tía Chofi,

pero esa tarde me fui al cine e hice el amor. 

Yo no sabía que a cien leguas de aquí estabas muerta 

con tus setenta años de virgen definitiva, 
tendida sobre un catre, estúpidamente muerta. 
Hiciste bien en morirte, tía Chofi, 
porque no hacías nada, porque nadie te hacía caso, 
porque desde que murió abuelita, a quien te consagraste, 
ya no tenías qué hacer y a leguas se miraba 
que querías morirte y te aguantabas. 
¡Hiciste bien! 
Yo no quiero elogiarte como acostumbran los arrepentidos, 
porque te quise a tu hora, en el lugar preciso, 
y harto sé lo que fuiste, tan corriente, tan simple, 
pero me he puesto a llorar como una niña porque te moriste. 
¡Te siento tan desamparada, 
tan sola, sin nadie que te ayude a pasar la esquina, 
sin quien te dé un pan! 
Me aflige pensar que estás bajo la tierra 
tan fría de Berriozábal, 
sola, sola, terriblemente sola, 
como para morirse llorando. 
Ya sé que es tonto eso, que estás muerta, 
que más vale callar, 
¿pero qué quieres que haga 
si me conmueves más que el presentimiento de tu muerte? 

Ah, jorobada, tía Chofi, 
me gustaría que cantaras 
o que contaras el cuento de tus enamorados. 
Los campesinos que te enterraron sólo tenían 
tragos y cigarros, 
y yo no tengo más. 
Ha de haberse hecho el cielo ahora con tu muerte, 
y un Dios justo y benigno ha de haberte escogido. 
Nunca ha sido tan real eso en lo que tu creíste. 
Tan miserable fuiste que te pasaste dando tu vida 
a todos. Pedías para dar, desvalida. 
Y no tenías el gesto agrio de las solteronas 
porque tu virginidad fue como una preñez de muchos hijos. 
En el medio justo de dos o tres ideas que llenaron tu vida 
te repetías incansablemente 
y eras la misma cosa siempre. 
Fácil, como las flores del campo 
con que las vecinas regaron tu ataúd, 
nunca has estado tan bien como en ese abandono de la muerte. 

Sofía, virgen, antigua, consagrada, 
debieron enterrarte de blanco 
en tus nupcias definitivas. 
Tú que no conociste caricia de hombre 
y que desjaste que llegaran a tu rostro arrugas antes que besos, 
tú, casta, limpia, sellada, 
debiste llevar azahares tu último día. 
Exijo que los ángeles te tomen 
y te conduzcan a la morada de los limpios. 
Sofía virgen, vaso transparente, cáliz, 
que la muerte recoja tu cabeza blandamente 
y que cierre tus ojos con cuidados de madre 
mientras entona cantos interminables. 
Vas a ser olvidada de todos 
como los lirios del campo, 
como las estrellas solitarias; 
pero en las mañanas, en la respiración del buey, 
en el temblor de las plantas, 
en la mansedumbre de los arroyos, 
en la nostalgia de las ciudades, 
serás como la niebla intocable, hálito de Dios que despierta. 

Sofía virgen, desposada en un cementerio de provincia, 
con una cruz pequeña sobre tu tierra, 
estás bien allí, bajo los pájaros del monte, 
y bajo la yerba, que te hace una cortina para mirar al mundo.

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